Empezaré por justificar esta
entrada. Hace unos días, en mi cuenta de Twitter (@AlfilAbogados) entré en una
interesante conversación sobre los supuestos derechos de los animales, lo que
ha motivado la creación de una sección de Derecho animal en muchos Colegios de
Abogados, entre ellos el de Sevilla. Y, en medio de esa conversación, ofrecí a
uno de los “contertulios” contarle un día, en persona, un juicio en el que se
vio implicado un loro que tuvo que actuar como testigo de cargo.
Se trata de una anécdota real
sucedida a un buen amigo abogado, a quien se lo he escuchado contar, al menos,
dos o tres veces y, desde luego, la relata mucho mejor que yo podré escribirla.
No obstante, por si en un breve plazo no tengo ocasión de contarla en persona y
ante unos vasos con líquido y hielo –como sugirió otro de los contertulios-,
voy a intentar reproducirla de la manera más fiable que mi memoria permita y lo
haré en primera persona, como si fuera el mismo protagonista –a quien vamos a
denominar Julio- quien la estuviera contando. Empezamos.
Pues la historia es que me llegó
al despacho una señora para que intentara recuperar un loro que se le había
escapado y al que tenía gran cariño, entre otras cosas porque le gorjeaba
canciones de Marifé de Triana y la de la gallina Cocoguagua. Cuando me lo contó
le indiqué que no sabía cómo podía ayudarla, pues yo soy abogado y poco puedo
hacer para recuperar animales.
La señora me contestó que el loro
se había escapado y que su vecina de dos bloques más allá lo había cogido y se
lo había quedado. ¿Y cómo puedo demostrar que ella tiene el loro?, le pregunté.
Es muy fácil. Se ve desde la calle porque lo tiene en una jaula en la terraza.
Bien, pero ¿cómo puedo demostrar que el loro es de vd. y no de ella? ¿Está
acaso marcado? ¿tiene algún tipo de identificación? [téngase en cuenta que esto
ocurrió hace más de veinte años].
La respuesta de la señora fue el
inicio del problema: es que el loro lleva conmigo muchos años, me
conoce y si lo dejan suelto y me ve, el loro vendrá a mí cuando yo lo llame.
A partir de la visita, puse en
marcha el protocolo habitual, enviando una carta a la vecina indicando que mi
cliente me encargaba la demanda para reclamar el loro. Cuando la recibió,
recibí la llamada de un abogado, conocido y con quien tenía (y tengo) muy buena
relación. Bromeamos sobre el tema e incluso me propuso que lo más fácil era
comprar un loro nuevo e intentar que mi cliente se lo quedara. Pero no, no era
posible. Tanteé a mi cliente e insistió: el loro era suyo, la conocía y acudiría a su
hombro si ella lo llamaba. O lo que es lo mismo: ¡alea iacta est!
De modo que interpuse la denuncia
del correspondiente juicio de faltas y solicité la prueba testifical del loro. A los pocos días, sabía en qué Juzgado
había caído. Y unos días más tarde, el procurador me dijo que Su Señoría quería
hablar conmigo. Glub!
Acudí al despacho de Su Señoría,
que me conocía ampliamente y, nada más entrar en su despacho, me miró y,
meneando la cabeza, me dijo: “Julio,
Julio… no me toques …”. Tuve que invertir bastante tiempo y charla para
convencerle de que el loro conocía a mi cliente y que si se requería a la
denunciada para que lo trajera y lo dejaran suelto en la Sala, el loro acudiría
a su hombro y le “cantaría” una canción de Marifé de Triana. Al final, accedió
a ello, dio traslado a la denunciada de la denuncia y fijó fecha para el
juicio.
El día del juicio la Sala estaba
abarrotada de gente. Se había corrido la voz por los Juzgados y había abogados,
fiscales, procuradores y algún que otro magistrado, si bien estos medio
camuflados en las últimas filas. Todo el mundo quería ver el espectáculo, que
se presentaba gratis y en directo. Así que el juicio comenzó.
Escuchamos primero la versión de
la denunciante, quien con total rotundidad manifestó que su loro se le había
escapado y que se había ido a posar en la terraza de la denunciada, quien se
había aprovechado de la mansedumbre del animal para capturarlo y tenerlo desde
entonces en una jaula en su terraza. La denunciada, como es de esperar, lo negó
todo. Manifestó que el loro que ella tenía en su terraza era suyo, aunque no
tenía factura por haberlo adquirido en el mercadillo de La Alfalfa y, en cuanto
a las manifestaciones de la denunciante, manifestó que la conocía de la calle
pero que no sabía que ella tenía otro loro similar al suyo.
Después de escuchar a ambas
protagonistas de la “refriega”, se
dio paso a la prueba testifical. El
juez ordenó al oficial que introdujera al loro en la Sala, en la que se produjo
un silencio sepulcral. La tensión se mascaba en el ambiente.
El loro venía en su jaula (en la
jaula de la denunciada, claro), tapado con una especie de colcha, por lo que
solicité al juez que ordenara al oficial que descubriera la jaula y que abriera
la puerta orientando la jaula hacia donde se encontraba mi cliente, que estaba
prácticamente llorando al ver de nuevo a su querido lorito. El juez accedió.
El oficial quitó la colcha. Abrió
la puerta de la jaula y en ese momento, el loro, desconcertado con la luz al
llevar un buen rato con la colcha puesta, empezó a sobrevolar por la Sala de un
lado a otro. El juez empezó a gritar “Julio, Julio…”; los asistentes al juicio,
se alborotaron al ver a aquel animal sobrevolando por encima de sus cabezas con
malas intenciones; un fiscal, con menos pelo en la cabeza que la calavera de
Hamlet, se agachaba y mirándome fijamente a los ojos me decía “hijo p…, hijo p… el loro, qué te apuestas
que me pica a mí”; el abogado contrario no podía contener la risa. El
espectáculo había empezado.
La única persona que mantenía la
calma era mi cliente. Tras las primeras lágrimas de impresión por ver de nuevo
a su loro, se había puesto en pie y acercado al estrado, y estaba llamando al
loro que seguía volando de un lado a otro de la Sala. Y en ese momento, se
produjo lo que habíamos estado esperando: el loro la vio, acudió raudo a su
llamada y se posó en su hombro derecho.
Y en ese momento vi que estaba a
punto de ganar el pleito. No pude evitarlo. Me levanté y grité, por encima de
la algarabía que había en la Sala, “Señoría,
la prueba, el loro se ha posado en el hombro de mi cliente, el loro es su loro”.
NOTA.- Esta misma anécdota, mucho mejor narrada y con profusión de adornos, fue incluida en un libro llamado "La Cara Risueña de la Justicia (anecdotario del foro hispalense)", editado por el Colegio de Abogados de Sevilla y escrito por Juan Camúñez Ruiz, compañero que durante muchos años incluyó sus narraciones de anécdotas en la última página de la Revista La Toga, editada por el Colegio.
Pues la probatio era diabólica, pero resultó demoledora. Solo con imaginar el espectáculo ya se me saltan las lágrimas... Saludos cordiales.
ResponderEliminarComo se cuenta en la narración, yo no soy el protagonista, pero te puedo asegurar que me he reído muchísimo en las dos o tres ocasiones que se la he escuchado. Especialmente, cuando el fiscal se agachaba para no recibir el picotazo. Un saludo
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